Ocio y Cultura Barcelona, 21/10/2010

Cuenta la leyenda, que en la edad oscura de los hombres, durante la noche del 31 de Octubre, los espíritus (buenos y malos) transgredían la fina línea que separa el mundo de los vivos y de los muertos. Para recordar a los vivos que rezaran por sus difuntos, el campanero de la aldea tañía melancólicamente la campana de la iglesia durante toda la noche. Para ayudarle en su trabajo, familiares y amigos se reunían con él  compartiendo castañas y vino. Con el tiempo, la costumbre se extendió y acercándose la fecha los hombres del pueblo recogían castañas, boniatos y leña, que luego las mujeres asaban y comían todos reunidos junto al fuego.


Ya hacia el siglo 18 la tradición se popularizó y con ella apareció la figura de la castañera, bien conocida en Catalunya y que todavía hoy podemos ver en Barcelona.
Pero lo cierto es que cuando era una niña  yo no tenía ni idea de todo esto, solo sé que, cuando se acercan  estas fechas  y el frio arrecia, pasear por la ciudad al anochecer, tiene una magia especial, las luces de los puestos de las castañeras y el olor a boniato asado me devuelve a mi infancia.


Os contaré un secreto, yo crecí en un mundo en el que Halloween no existía aunque parezca increíble y la calabaza era una hortaliza detestable que se comía frita -claro que la tele también era en blanco y negro y comerse un “Tigretón” era el no va más-, así que no era un mundo ni mejor ni peor que este.


Sea como sea, todos los años, el 31 de octubre, nos reuníamos la familia para hartarnos a comer castañas asadas, panallets y boniatos, sin más pretensiones, sin más necesidades creadas, solo una noche familiar, un espacio donde aprender que a los difuntos se les ponen mariposas que arden en vasos de agua y aceite, y que siempre hay que encender una de más por las almas del purgatorio a las que nadie reza, que a las castañas hay que cortarles un trozo de piel para que no salten en la castañera, y que no puedes fiarte de tus primos mayores cuando se trata de repartir chocolate.


Ahora miro con cierta nostalgia aquellos días, cuando acercándose el final de octubre empiezo a ver en los escaparates, las decoraciones negras y naranjas de un Halloween que me es ajeno, y recuerdo que ya no voy a comprar a la bodeguilla de la esquina, ni a la tienda del Sr. Fernando, básicamente porque ya no existen, sino al Carrefour donde las estanterías se llenan de bandejas que combinan castañas y boniatos con calabazas con cara y gorros de bruja, en una nueva forma de marketing, de hacer más comercial una fiesta que no lo es.

¡Ah, la globalización! ¡Que grandes beneficios nos reporta!, esta aproximación de culturas en formato consumible, que todo lo simplifica y nos permite ataviarnos con ornamentos budistas sin padecer los rigores de su filosofía, o celebrar el tió, santa Claus y los reyes magos sin entrar en conflictos religiosos, no quiero decir aquello de …¡Cuando yo era pequeña, las cosas eran mejores!- pero sí debo admitir que gran parte de la calidez, de la sencillez de lo pequeño, se escabulle entre platos precocinados y macro fiestas en las que el lema es disfrutar más y mejor,….

A lo mejor es solo que me estoy haciendo mayor, aunque yo insista en sentirme juvenil, o tal vez es solo que me aburre esta globalización, pero no sé, quizá podríamos aprovechar esta castañada que se acerca para vivirla de otra forma,  para recuperar una fiesta familiar, intimista, llena de cuentos, rezos y velas, pero al final, recordad que es vuestra decisión, y que vosotros construís   el mundo en el que vivimos todos.

Feliz Castañada.

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